CARTA SOBRE EL ANTISIONISMO

por R.F (Il Lato Cattivo, Julio 2014).

Queridos compañeros,

Permítanme darles mi opinión sobre los acontecimientos actuales en el conflicto palestino-israelí, y perdónenme si me veo obligado a darle una forma larga a esta cuestión. El llamado antisionismo -con la coartada de estar «en lo concreto»- transfigura cada vez los acontecimientos que corren en un sentido metafísico. Por un lado, es normal: forma parte del ser de lo «anti» el tener un enemigo absoluto, con el que los demás enemigos se convierten en enemigos relativos. Ahora le toca a Israel ser el blanco y, en mi opinión, es necesario distanciarse de ello. No es el ataque a las sinagogas durante la manifestación del sábado 19 de julio en París lo que determina esta necesidad, aunque en cierta medida la refuerce. No hay que exagerar los excesos que se produjeron; pero es cierto que son sintomáticos de algo -una deriva- cuya posibilidad es consustancial a la propia definición de antisionismo. La confusión entre judíos, sionismo e Israel, la fluidez con la que estos términos diferentes se vuelven intercambiables, aunque no se manifieste en los discursos públicos ni en los eslóganes programáticos, es por otra parte bastante evidente en las charlas informales que se producen aquí y allá en las manifestaciones. No se trata en absoluto de defender al Estado de Israel -eso sería sencillamente absurdo-, sino simplemente de reposicionar la cuestión israelo-palestina en la historia, sobre todo porque la transformación del enemigo en enemigo absoluto se alimenta del mito y lo reproduce. Se trata también de escapar de dos posiciones igualmente insostenibles para un comunista: por un lado, la «solidaridad con la resistencia palestina» y, por otro, el internacionalismo proletario como principio abstracto. Sobre este último punto, quiero decir en primer lugar que lo que se les escapa a los antisionistas es que si hay márgenes de presión sobre los movimientos del gobierno israelí en la actualidad, están precisamente del lado de los que viven allí, en Israel. Las manifestaciones que han tenido lugar en Israel contra las masacres de Gaza son alentadoras, e inevitablemente más significativas que las que han tenido lugar en otros lugares; pero en cualquier caso siguen siendo a pequeña escala, especialmente si asumimos que son más una cuestión de indignación moral o una petición de principios que otra cosa, como suele ser el caso de los actuales movimientos pacifistas. Son el terreno más fértil para la pequeña burguesía izquierdista y aculturada, con todos sus buenos sentimientos (algunos recordarán las grandes manifestaciones en Italia contra la guerra de Irak y Afganistán, las banderas de la paz colgadas de las ventanas… y cómo acabó todo eso). En términos prácticos, haría falta una huelga general que afectara a la economía israelí (o al menos que amenaza con ello) para poner temporalmente al gobierno israelí en su sitio. Por otra parte, no debería sorprendernos que esto no ocurra. Los llamamientos a la lucha de clases y a la solidaridad entre los explotados son inútiles. Será difícil que las clases trabajadoras israelíes y palestinas se unan en una lucha común, por la sencilla razón de que no viven en las mismas condiciones. No es una cuestión de «conciencia de clase», sino de situación objetiva: podéis ser los mejores camaradas del mundo, pero eso no cambia nada si la situación os favorece objetivamente. Cito un pasaje del libro de Théorie Communiste sobre Oriente Medio que me parece que ilustra especialmente bien esta idea:

«Las mutaciones del capital israelí han agravado la situación del proletariado israelí y esta agravación está profundamente ligada a las transformaciones en la gestión de los territorios y la utilización de la mano de obra palestina. La desaparición del sionismo histórico en estas transformaciones significa el debilitamiento de todas las empresas nacionales o del sector en manos de la Histadrut. Sobre todo, la utilización de mano de obra palestina expone a la clase obrera israelí a la competencia de los bajos salarios de allí y de los salarios aún más bajos de los países árabes vecinos. Secciones enteras de trabajadores judíos empleados en el sector público tienen ahora contratos temporales, principalmente jóvenes, mujeres y nuevos inmigrantes. Los grupos de trabajadores precarios o los nuevos pequeños sindicatos «radicales» que han surgido durante las huelgas, como en los ferrocarriles (2000), tienen grandes dificultades para ser aceptados por la Histadrut. El empeoramiento de la situación del proletariado israelí y la caída en el Cuarto-Mundo del proletariado palestino forman parte, en efecto, de las mismas mutaciones del capitalismo israelí, pero esto no nos da las condiciones para ninguna «solidaridad» entre ambos, sino todo lo contrario. Para el proletario israelí, el palestino mal pagado es un peligro social y cada vez más un peligro físico; para el proletario palestino, las ventajas que puede conservar el israelí se basan en su explotación propia, su creciente relegación y la monopolización de los territorios». (Théo Cosme, Le Moyen-Orient, 1945-2002, Senonevero 2002, p. 259-260).

En muchos sentidos, pues, la triste realidad es que el no a la guerra que fue la base de las manifestaciones en Israel ha sido lo más digno, si cabe, del embrollo actual. Viceversa, los antisionistas -si no fuera por el daño que causan- despiertan casi ternura ante su dichosa ignorancia de las cosas de este mundo. Especialmente los «anticapitalistas»: por cierto, su problema es -como coleccionistas de anti-ismos- que tener un enemigo absoluto significa que sólo se puede tener uno a la vez… y obligados a elegir entre capitalismo e Israel, suelen elegir Israel. También porque es más cómodo estar contra de personas que contra la relación social que determina su función y posición social.

He dicho antes que, en cualquier caso, la cuestión israelo-palestina debe volver a la historia. Así que empecemos por un hecho banal. Observemos el mapa geográfico de la región y las distintas evoluciones territoriales desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días: partiendo de unos pocos asentamientos -principalmente en la costa y en el norte- desde su constitución como proto-estado en 1946, en 60 años Israel se ha apropiado de casi toda la Palestina histórica. A los palestinos les queda muy poco de lo que aún representaban Gaza y Cisjordania en 1967 (estas fronteras son ahora reclamadas por Hamás). En esta situación, la cuestión de determinar las fronteras de lo que delimitaría un Estado israelí «legítimo» carece de sentido, porque es sencillamente imposible: la lógica del acaparamiento de tierras parece inseparable de su existencia como Estado-nación. A partir de este hecho innegable, los antisionistas deciden el carácter ilegítimo del Estado israelí, definiéndolo así como «sionista», como si este adjetivo ya lo dijera todo. Esto implicaría que hay Estados que tienen derecho a existir y otros que no. Pero cuestionar hasta qué punto el Estado israelí es más o menos «legítimo» en relación con algún otro Estado es simplemente ignorar cómo se constituyen los Estados-nación como espacios homogéneos. Basta con echar un vistazo a la historia del Estado italiano: la colonización interna promovida por el antiguo reinado de los Saboya, la persecución del «bandolerismo», la italianización de Alto Adigio e Istria bajo el fascismo, las tensiones centrífugas y la «liberación nacional» en Sicilia y Cerdeña, etcétera. ¿Qué es un Estado legítimo? ¿Y qué es un Estado ilegítimo? Lo mismo ocurre con el llamado «derecho a la tierra». ¿Quién tiene «derecho» a la tierra? ¿Sobre qué base se puede argumentar que tal o cual zona geográfica «pertenece» a tal o cual población? ¿En virtud del tiempo que han vivido allí? Y antes de establecerse allí, ¿quién vivía allí? Son el hecho consumado lo que determina el «derecho«, y punto… al menos en el mundo en que vivimos hoy. No tiene ningún sentido participar o alimentar la polémica sobre «quién fue primero». Es evidente que cualquier razonamiento en este sentido debe implicar alguna forma de formalismo jurídico. En el hecho de que alguien pueda echarme de mi casa, el verdadero problema reside en la cuestión de fondo, en el hecho de que hay un mío y un no-mío… y en el hecho de que lo que es mío puede llegar a despertar el apetito de otros, hasta tal punto que estarán dispuestos a recurrir a la prevaricación para apoderarse de ello. Con un poco de suerte y los recursos económicos y militares adecuados, quizá pueda recuperar mi casa. Si dispongo de menos recursos, saldré perdiendo. En cualquier caso, lo esencial es que todo esto no contiene ninguna dinámica que vaya más allá de sí misma, más allá del resentimiento y los reproches cargados de agravios sufridos. Tanto si la razón es mía como si no, se trata de un enfrentamiento típicamente militar: la acción llama a la reacción, y así sucesivamente hasta que el más débil es aniquilado. Si queremos ver algo más que eso, debe ser que el usurpador en cuestión representa los intereses del enemigo absoluto (Estados Unidos, los grupos de presión, las «finanzas judías»; volveremos sobre ello más adelante). Es más, es simplemente estúpido impugnar -como hace ridículamente Garaudy en Les mythes fondateurs de la politique israélienne (Los mitos fundadores de la política israelí), utilizando como ejemplo a los judíos ultraortodoxos- la condición de nación del judaísmo, alegando que se trata simplemente de una religión: eso es oponer la Idea a la historia, o perderse en investigaciones inútiles que se remontan a los albores de los tiempos para afirmar la autenticidad, verdadera o supuesta, de tal o cual nacionalidad. Del mismo modo, reprochar a Israel -como hace el judío-marxistoide estadounidense Bertell Ollman en su Carta de dimisión del pueblo judío– haber traicionado la tradición universalista del judaísmo de la diáspora, es hacer de él una esencia al abrigo del devenir histórico. Para nosotros es suficiente saber que cada cual vive y revive su pasado en función de su propio presente. La experiencia del presente selecciona y reelabora constantemente el material histórico preexistente. Ninguna identidad nacional surge ex nihilo, de la nada; pero la coherencia y los tiempos de incubación que ello requiere son menores de lo que cabría pensar. En la medida en que un «sentimiento de pertenencia nacional» -por razones que podemos considerar más o menos buenas- hace su aparición en la historia y consigue cimentarse, se hace operativo en la realidad. Ninguna nación es en sí misma «legítima»; su legitimidad depende simplemente de su capacidad para unirse, perpetuarse y transformarse en el curso de la historia sin desaparecer. Al igual que ocurre con los movimientos sociales, los comienzos son siempre minoritarios y el curso futuro no es del todo predecible. El PKK -la encarnación oficial del movimiento nacionalista kurdo, ex-«estatista» y ahora promotor del «confederalismo democrático»-, cuando se fundó a principios de los años setenta, estaba formado por un puñado de estudiantes de Ankara. Insistir en el carácter excepcional de la confesionalidad del Estado de Israel es dar por bueno lo que al Likud le gusta decir de Israel.

Si realmente queremos llegar al meollo de la cuestión, primero tenemos que abandonar una visión estática de la historia, en la que todo el mundo sigue siendo lo que ya es y donde ya está. El hombre, al menos en su origen, es nómade, y la demostración más banal de ello es que se ha extendido por toda la Tierra, desde Siberia hasta la Isla de Pascua; ha podido vivir y asentarse en todas partes, desde el Ártico (Inuit) hasta el desierto (Tuareg). El modo de producción capitalista ha incorporado y reproducido a su manera esta propensión al desplazamiento, mitigada por los diversos modos de producción que sucedieron a la «revolución neolítica», esencialmente agraria: tomando como punto de partida ideal las revoluciones de 1848, se calcula que, en los 100 años que siguieron, asistimos al desplazamiento obtorto collo de 30 millones de seres humanos por toda Europa. Sólo algunos ejemplos: 1.000.000 de griegos de Anatolia regresaron a Grecia huyendo del dominio turco en 1919-1923; los intercambios de población turco-búlgaros (1913) y greco-búlgaros (1919); un millón de personas que huyeron de Rusia tras la revolución de 1917; el decreto de expulsión de los alemanes de los Sudetes (3 millones de transfugas) y de los húngaros residentes en Checoslovaquia en 1945. El Estado-nación demostró ser la entidad administrativa más adecuada para la producción y circulación de mercancías. Las zonas capitalistas más desarrolladas impusieron la forma-Estado a las zonas menos desarrolladas, que tenían poco o nada de Estado. Mientras que las fronteras actuales de los hiper-centros capitalistas (Estados Unidos y Europa) pueden considerarse relativamente estables y definitivas, no puede decirse lo mismo del resto del mundo, e incluso los hiper-centros pueden ofrecer algunas excepciones. ¿La creación de nuevas fronteras, nuevas nacionalidades o el desplazamiento/re-asentamiento de poblaciones enteras son algo nuevo en la historia, o pertenecen a una época pasada? Si es así, probablemente deberíamos concluir que el desmembramiento de Yugoslavia o la separación de la República Checa y Eslovaquia -por mencionar ejemplos recientes- nunca ocurrieron. Pensemos también en los acontecimientos actuales en Ucrania. Mientras exista el capital, la dinámica de acumulación seguirá fragmentando ciertas zonas para unificar otras. Las llamadas «cuestiones nacionales» no pertenecen a una determinada fase histórica del modo de producción capitalista: lo que ha cambiado es la valoración que podemos darles. Por lo que respecta a las «naciones dominadas», en los años veinte la III Internacional abogaba por la subordinación de los comunistas a las organizaciones nacionalistas burguesas. La idea era que en estas zonas -teniendo en cuenta la debilidad del desarrollo capitalista- el proletariado era demasiado débil, y que era necesario garantizar primero un marco nacional que permitiera su desarrollo, incluso cuantitativo; la corriente de Gorter criticó enérgicamente esta subordinación, que ya había tenido resultados fatales en Turquía (1919-1921: eliminación de los comunistas por los kemalistas), como ocurrió más tarde en China (1925-1927: masacre de los comunistas por el Kuomintang). Se nos podría decir que los grandes movimientos de liberación del Tercer Mundo estaban aún por llegar. En general, incluso en otros lugares, los resultados no fueron diferentes de los de Turquía o China. Pero, profundizando, debemos preguntarnos si la polémica entre la «alianza leninista» y la «autonomía de acción proletaria» sigue siendo pertinente. En el contexto del modo de producción capitalista, jamás llegaremos a una situación lo suficientemente pura como para excluir a priori el hecho de que ciertas cuestiones nacionales o seminacionales hayan quedado «sin resolver» (como ocurre actualmente con los canacos en Nueva Caledonia, los indios en México, etc.). Sencillamente, o bien la revolución comunista resolverá la cuestión sobre sus propias bases, eliminando toda segregación territorial, destruyendo Estados y fronteras; o bien la contrarrevolución lo hará a su manera, consiguiendo finalmente satisfacer las reivindicaciones nacionales, o provocando la dislocación violenta o el exterminio de la población en cuestión:

«Ya no existe ninguna teoría particular de la revolución, ninguna etapa por cumplir, ninguna contradicción específica, ninguna condición nacional de la revolución. Esto no significa en absoluto uniformidad, pero todas las diferencias ya no se plantean diacrónicamente, sino que se han convertido en elementos sincrónicos de un sistema mundial de lucha de clases. El problema ya no existe en términos de cronología. Hay que acabar con cualquier lectura exótica de la lucha de clases en las «periferias». No más exotismo, no más Samir Amin y el capitalismo autocentrado, no más Guevara y los «focos» que preparan el camino al «capitalismo de Estado», no más Lenin y el desarrollo del capital bajo dirección proletaria, no más Vera Zassoulitch y el salto comunitario por sobre los horrores capitalistas». (Théo Cosme, De la politique en Iran, Ed. Senonevero 2010, p. 119).

Pero, se dirá, Israel no tiene nada que ver con todo esto, porque es el resultado de la colonización. Esto no es del todo cierto. Israel es el producto de un movimiento de liberación nacional que, incapaz de imponerse en su propia zona geográfica (la Yiddishland histórica), contenía un elemento de ambigüedad que acabó imponiéndose.

«Este contenido de emancipación nacional es el resultado tanto de la naturaleza del Estado zarista -un Imperio multinacional, autoritario y antisemita- como de la situación de la comunidad hebrea: estatuto de paria caracterizado por la segregación, la discriminación, la persecución y los pogromos, concentración territorial en los guetos y el Shetl, unidad cultural y lingüística (yiddish). […] La identidad judía, aceptada o rechazada, es -a partir de los terribles pogromos de 1881- una identidad nacional-cultural y no exclusivamente religiosa. A diferencia de Alemania, muy pocos judíos del Imperio zarista se consideraban simplemente «ciudadanos rusos de fe israelita». (Michael Löwy, Redención y utopía, PUF 1986)

¿Es éste el primer y único ejemplo de un movimiento inspirado en una perspectiva de «emancipación» que ha dado lugar a un nuevo sistema de opresión y explotación? Si eso es lo escandaloso, vistos los resultados de las revoluciones de los siglos XIX y XX, más vale que nos conformemos con el orden existente, como Bernard Henri-Levy y otros defensores de la ideología antitotalitaria. ¿Podría haber sido de otro modo? La pregunta en sí es trivial, pero la respuesta probablemente sería no. La Segunda Guerra Mundial dejó un legado difícil de imaginar. El asentamiento de judíos en Palestina, que ya estaba en marcha, pero con una importancia menor entre 1880 y 1929 (120.000 emigraron a Palestina, pero 125.000 a Canadá, 180.000 a Argentina y 210.000 a Inglaterra, según las cifras de Nathan Weinstock, Le sionisme contre Israël, Maspero 1969), aumentó en la década de 1930 y luego cobró un tremendo impulso en la posguerra; de este proceso nació Israel. ¿Por qué no volvieron a dispersarse los judíos por todo el mundo? En primer lugar, por la misma razón por la que -a todos los niveles, desde la cárcel hasta la gran ciudad- la gente sigue agrupándose en comunidades nacionales o al menos lingüísticas. La contrarrevolución en Rusia después de 1917 había dejado intacta la cuestión nacional yiddish (cf., entre otras cosas, el pacto Ribbentrop-Molotov y la partición de Polonia), y la persecución nazi la implementó de facto para los asimilados de Europa Central. Teniendo en cuenta el abanico de opciones abiertas a los judíos de Europa Central y Oriental en aquella época, está claro que había pocas opciones en cuanto a su destino: para los displaced people de origen judío, Palestina era, si no el único destino posible, con diferencia el más seguro. ¿Tenían «derecho» a establecerse allí? Ni más ni menos que cualquier «emigrante» actual (a quien algunos dirían: «¡En casa mandamos nosotros!»). Si queremos preguntarnos por qué el asentamiento masivo adoptó la forma de exclusión y monopolización, la respuesta sólo puede ser tautológica: en la medida en que el asentamiento aceleró el desarrollo de relaciones sociales específicamente capitalistas en la zona en cuestión, estas mismas relaciones sociales configuraron las relaciones entre las poblaciones implicadas. Los palestinos no fueron los únicos que pagaron las consecuencias: la estratificación de clase normal de un Estado capitalista tomó forma integrando las determinaciones comunitarias de los judíos no europeos que se beneficiaron gradualmente de la Ley del Retorno: los judíos del norte de África y Oriente Próximo; los teimanim de Yemen y Omán; los 90. 000 Beta Israel o Falascia de Etiopía que se incorporaron a Israel entre 1984 y 1991, etc.) con las relativas tensiones racistas que cabe imaginar, no muy distintas -por su naturaleza- de las que sufrieron los «terroni» en la Italia de los años sesenta o de las que afectan hoy a los trabajadores inmigrantes en China.

¿Cuál habría sido el destino de la población palestina sin el asentamiento judío? Un «desarrollo del subdesarrollo», probablemente a través de la industria extractiva, como fue el caso durante los «Treinta Años Gloriosos» (1945-1975) para esta parte del Tercer Mundo que pudo abastecer a Occidente de materias primas baratas; o bien la vía nacional panárabe hacia el socialismo de Nasser y compañía, con el consentimiento de la URSS. Pero el modo de producción capitalista es una totalidad, un sistema de vasos comunicantes: la fortuna de uno es la desgracia de otro, la plétora del capital y la miseria del proletariado, y cada inclusión produce nuevas exclusiones. Esta es la razón misma por la que el reformismo es posible en un marco nacional, e imposible a escala mundial. Esta es la base de una posición revolucionaria que no es típicamente moralista. Esto no equivale a una especie de indiferentismo hacia los horrores más extremos del capitalismo (guerra, limpieza étnica, etc.), sino a la capacidad de captar sus conexiones con aspectos menos brutales (la compraventa de fuerza de trabajo, la forma mercantil del producto), para alejarse de una visión de «buenos» frente a «malos».

La población de Yiddishland se estimaba en 11 millones antes de las persecuciones nazis. Más allá del número exacto de deportados y muertos, hay que considerar la magnitud del fenómeno. Es un hecho histórico que, al final de la Segunda Guerra Mundial, los refugiados de Europa Occidental fueron repatriados por lo general hacia finales de 1945, mientras que para los de Europa Oriental esto fue más laborioso o en los hechos no fue puesto en marcha. Esto contribuyó al atractivo de establecerse en Palestina. En cualquier caso, fuera cual fuera el destino, el desplazamiento de esta masa de hombres se produjo en un mundo ya «globalizado» y muy estructurado. Es bien sabido que los nazis (con la aprobación de Hitler) habían jugado con la idea de trasladar a los judíos europeos a Madagascar, y que el movimiento sionista había celebrado largos debates sobre el plan británico de crear un hogar nacional judío en Uganda. Pero ya se tratara de Palestina, Madagascar o Uganda, las consecuencias obviamente no habrían sido indoloras, ya que ninguna de estas tres regiones era una «tierra sin pueblo». Y -a una escala incomparablemente menor- el traslado de los sudtiroleses al Franco Condado, en el este de Francia, que se planeó pero no se llevó a cabo, no habría podido realizarse sin tensiones. Se quiera o no, la famosa «cuestión judía» es, sencillamente, un episodio más de las «cuestiones nacionales», aunque en Europa Occidental la asimilación fue sin duda más generalizada. El hecho de que el Estado de Israel se creara en la Palestina histórica y no en Yiddishland depende de las condiciones imperantes al final de la Segunda Guerra Mundial. Ésta coronó la contrarrevolución triunfante con un terrorismo aún más atroz que el de los años 14-18, haciendo más imposible que nunca dar a la cuestión nacional yiddish la solución de una simple autonomía cultural y/o administrativa, tal como había sido concebida por el Bund (Unión General de Trabajadores Yiddish de Lituania, Polonia y Rusia). En el clima general de la Union Sacrée, dominada por los frentes nacionales, era absurdo exigir que los futuros «israelíes» se comportaran de forma diferente a la actitud imperante en la época. Sólo en Italia, a partir de 1943, se produjo un auge de la lucha de clases, que se disolvió rápidamente en el frente patriótico-resistente y en la normalización funcional del Plan Marshall. Sin un éxodo de descalzos (y sin la estructura del kibutz que permitió acogerlos en masa) la construcción del Estado de Israel habría sido imposible. No hace falta ser un científico para comprender que la clase obrera, fuera de los periodos revolucionarios, no es menos conservadora que cualquier otra clase. El proletariado no puede existir en el limbo, no puede replegarse tras un «cordón sanitario»: cuando domina la contrarrevolución, los proletarios participan en ella. Los proletarios israelíes no son una excepción, ni podrían serlo. ¿Es ésta una buena razón para dejar de lado el análisis de clase o para «repudiar» a estos proletarios? ¿Qué cabe esperar entonces? ¿En los hombres de buena voluntad? ¿En la «individualidad libre»? ¡Buena suerte con eso!

Pero entonces -y aquí llegamos al punto más doloroso- ¿por qué exigimos otra cosa de esta gente? Si hoy se creara un Estado para los romaníes en Transnistria o en cualquier otro lugar, incluso en detrimento de la población local, ¿quién tendría el descaro de decir que los romaníes que se instalan allí (y luego los hijos, y los hijos de los hijos) son todos unos mierdas? El ejemplo puede parecer inverosímil, pero no puede descartarse porque, como ya hemos visto, el desplazamiento de poblaciones enteras a territorios que les eran ajenos por cultura y tradición no es nada nuevo en la historia: es una de las razones por las que las tradiciones y las culturas se hacen y deshacen constantemente. Por otra parte, la condición actual de los romaníes de inmigración más reciente en Europa Occidental puede, en cierto modo, dar una idea de las miserables condiciones del proletariado yiddish en Europa del Este entre las dos guerras: la condición de los últimos entre los últimos. En una carta a Ehrenfreund, Engels escribió:

«El antisemitismo falsea la realidad. No conoce en absoluto a esos judíos contra los que despotrica. Sabría de otro modo que aquí, en Inglaterra, en América, gracias a los antisemitas de Europa del Este, y en Turquía, gracias a la Inquisición española, hay miles y miles de proletarios judíos, y que son precisamente los que sufren la explotación más feroz y los que conocen la existencia más miserable. Aquí, en Inglaterra, ha habido tres grandes huelgas de trabajadores judíos. Entonces, ¿cómo podemos hablar de antisemitismo como medio de lucha contra el capital?».

Si éstos eran realmente «los últimos de los últimos», ¿cómo podemos moralizar su conducta? ¿Por qué habría de esperarse de los judíos supervivientes del exterminio un comportamiento diferente del de los miles de desgraciados ingleses, irlandeses y holandeses reducidos a la inanición que emigraron a Estados Unidos y contribuyeron, por activa o por pasiva, a expulsar a los nativos americanos, obligándoles a ocupar territorios cada vez más pequeños, hasta la famosa «reserva india» (aquí no podemos escapar a la analogía con Palestina)? ¿Por qué exigimos algo diferente a una población reducida a la persecución más extrema, al gueto y al exterminio (y no olvidemos las muertes de la Comuna de Varsovia)? Tal vez porque son judíos. Así que llamemos a las cosas por su nombre: antijudaísmo.

Algunos justifican a Hamás, citando la indigencia y la desesperación de los palestinos: pero no conceden ninguna «circunstancia atenuante» a los judíos que se establecieron en Palestina después de 1945. En cuanto a la cuestión nacional, se aplica la misma retórica: la cuestión palestina SÍ, la cuestión yiddish NO. Es la lógica del doble rasero, que invierte, como en un espejo, la lógica imperante según la cual una muerte judía vale más que una muerte palestina. En cuanto a nosotros, puesto que reconocemos como tales a los «últimos de los últimos» de ayer y de hoy, no moralizaremos sobre los cohetes, los secuestros o los asesinatos de colonos, ni sobre los atentados de Al Quds y otros. Sin embargo, no olvidaremos que estas cosas existen; tampoco podemos olvidar que un reequilibrio de las respectivas muertes -como le gustaría al bufón Vattimo- hará poco por cambiar el destino de los palestinos, aparte de propiciar la creación de un miniestado palestino. La naturaleza de este tipo de contraviolencia es que alterna constantemente entre enfrentamientos, treguas y negociaciones, algunas de las cuales son impedidas y otras son posibilitadas por la misma contraviolencia; su único resultado posible es el objetivo hacia el que se dirige: la creación de un Estado palestino. Esta remota eventualidad puede, como mucho, salvar vidas, ni más ni menos. Pero si de lo que se trata es de salvar vidas, ¿qué diferencia hay con Darfur, Sudán del Sur, Ruanda y otras «emergencias humanitarias»? El mundo es un lugar grande, y cada día la gente vive y muere de formas más o menos atroces. Los grupos humanos siempre han luchado y se han matado unos a otros por razones que generalmente tienen que ver con la apropiación o el control de bienes y recursos, de diferentes maneras según el modo de producción histórico: incursiones, guerras de conquista, colonialismo, imperialismo. No se trata de «banalizar» este hecho, sino de no absolutizar (extraer de la historia) nuestro horror ante esta realidad, que -como todas las actitudes morales- es un producto histórico, e inseparable de la expansión global del modo de producción capitalista. El hecho de que tomemos en consideración el destino de quienes viven a miles de kilómetros de nosotros (con la simple posibilidad de estar informados al respecto) se debe a esta expansión. Para el cazador-recolector del Paleolítico, la noción de humanidad sólo se refería a los miembros de su grupo, y el homicidio era la principal causa de muerte. Los beduinos de la península arábiga y las tribus guayaqui de Sudamérica ignoraban el Estado, pero la mayor parte de su vida estaba consagrada a la guerra (cf. Pierre Clastres, Archéologie de la violence, L’Aube 1977).

En cuanto a la hegemonía de Hamás y del yihadismo en general, sabemos muy bien cómo la religión puede ser «el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón» (Karl Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel). Pero esta generalidad se aplica a Palestina, a Italia y a todas partes. En Oriente Próximo y Medio, como en la mayoría de los países árabes de la cuenca mediterránea, el islamismo no es una ideología caída del cielo para pervertir al pobre proletariado «buen salvaje»; en todas sus variantes y matices, esta ideología es la plasmación política -no definitiva, pero sí dominante- de la lucha de clases en esta zona, en cuanto va más allá de las simples reivindicaciones económicas. Si esto parece una «justificación», también lo es cualquier intento de hacer inteligible la realidad. Pero el problema para los antisionistas es diferente: saben que es difícil promover, al menos en Occidente, la solidaridad con la «resistencia palestina» si, en términos concretos, «resistencia palestina» significa Hamás y su calaña. Así que tienen que seguir removiendo recuerdos de la formalización política anterior -el nacionalismo árabe-, mitificándola, transmitiendo sus residuos (véase el FPLP: un escaso 4,2% en las elecciones parlamentarias de 2006) para hacer «presentable» la actual, que en realidad es la única que cuenta.

Es un problema de políticos, y digamos que no hay necesidad de nostalgia. Para Andreas Baader, por ejemplo, la contradicción en la «metrópoli imperialista» estaba en la punta de su fusil, por lo que el obrero turco al que le daban por culo en Volkswagen, pero que no se rebelaba «lo suficiente», era un «aliado objetivo del imperialismo», mientras que el médico y gran terrateniente (y líder del FPLP) George Habash representaba la vanguardia de la revolución mundial. Por supuesto, pueden insistir en la famosa «relación de fuerzas» y en la violencia de la represión, pero así se impiden llegar a una comprensión social de las derrotas pasadas. Si atribuimos la derrota a la superioridad militar, técnica, económica y comunicativa del enemigo, bueno… siempre estará ahí… y polarizar el núcleo del problema en torno a ella sólo puede conducir al militarismo o a abandonar la idea en primer lugar. También debemos disipar esta concepción idílica de la lucha de clases que presupone que sólo tiene un frente: la descomposición mundial del capital social en su conjunto en una multiplicidad de capitales particulares, y del proletariado en sus fracciones, significa que los frentes se extienden ad infinitum, que hay una lucha de clases dentro de la lucha de clases, y que los conflictos internos en el proletariado son mucho más que una aberración episódica….

Bajo el impulso de la reestructuración general de las relaciones de clase a partir de los años 70, en los últimos 40 años, el capital ha hecho tabla rasa, y no queda mucho de esta historia. En la segunda posguerra, el «tercermundismo» se legitimó, entre otras cosas, en su papel de proveedor de materias primas de bajo coste desde el Tercer Mundo. Pero con las dos «crisis del petróleo» de 1973-74 y 1978-80, la reestructuración desestabilizó la situación anterior: el precio del crudo subió como nunca en la historia y en Europa se empezó a hablar de centrales nucleares. Y lo que es más importante, esta situación fue testigo de la sucesiva intoxicación de la renta petrolera en Oriente Medio (que llenaron las arcas de Hamás a través de Arabia Saudí), del fin del nacionalismo árabe y del auge del islamismo. Al mismo tiempo, incluso la estructura económica y social del Estado de Israel está cambiando radicalmente. En su sentido más estricto, el sionismo era la protección y salvaguarda del «trabajo judío», bien para el capital israelí frente a la competencia internacional, bien para la clase obrera frente a los proletarios palestinos: en resumen, era un «compromiso fordista» posterior a 1945, que arraigaba una fracción del capital en un Estado-nación. El sionismo significaba que el Estado y la sociedad civil tenían que ser «de izquierdas». Esto es lo que el Likud ha ido eliminando gradualmente, como demuestra la reducción radical del papel del kibbutz. Sin embargo, la definición de Israel como «Estado sionista» se mantiene, e incluso en este quid pro quo semántico la fragilidad de la situación actual es evidente. Agitar palabras como «sionista», «lobby», etc. -consciente o inconscientemente- sirve para socavar la situación actual. – consciente o inconscientemente- sirve para cargar la existencia de Israel con un área de intriga, misterio, conspiración, excepcionalismo, cuyo mensaje subliminal no es difícil de captar: los israelíes, es decir, los judíos, no son como los demás. Pero el único secreto en todo esto es el secreto a voces del capital: la competencia entre «los de arriba» y «los de abajo». Qué diferencia entre las acciones terroristas del futuro Mossad en la inmediata posguerra (la bomba en la embajada británica en Roma en 1946, y muchas otras) y la acción del Septiembre Negro en Munich (1972), el pirateo del barco Achille Lauro (1985), los sangrientos atentados en los aeropuertos de Fiumicino y Viena (1985). Los Estados son a menudo tanto más terroristas cuanto que aún no se han constituido como tales.

En cuanto a la santa «solidaridad con el pueblo palestino», ¿de qué se trata realmente? Nueve de cada diez veces, sus defensores se limitan a un verbalismo farisaico e ineficaz -dado que casi todos los apoyos financieros históricos «de izquierdas» a la «resistencia palestina» han acabado mal, desde la URSS (principal sostén del FPLP) hasta Sadam Husein-; Lo único que queda en la actualidad es el voluntariado en los Territorios, o a distancia de ellos – una forma de voluntariado digna de respeto, pero la perspectiva histórica y el alcance real de la «solidaridad» posible hoy en día muestran el abismo insalvable entre la edad de oro del nacionalismo árabe y la situación actual. Cuando la «solidaridad» se reduce a una actividad estrictamente verbal, es legítimo preguntarse qué diferencia hay en la realidad entre afirmar ser «solidario» con los palestinos o no. La solidaridad se ha convertido en un acto liberal, un acto de conciencia, que tiene lugar enteramente en el interior del individuo. Lo máximo que conseguiremos son algunos eslóganes, una manifestación, tal vez un panfleto, un par de insultos a un policía… y luego cada uno a su casa. El esplendor y la miseria de la militancia. Mientras tanto, la guerra -tradicional o asimétrica- se libra con armas, y la pregunta correcta que hay que hacerse es: ¿de dónde vienen? ¿Quién las paga? Hubo un tiempo en que los lanzacohetes Katyusha llegaron con el «Viento del Este». Hoy, tenemos que dar las gracias a Siria e Irán por los Qassams. Hubo un tiempo en que se podía pensar que la Revolución Palestina haría arder el Tercer Mundo y, por ende, el mundo entero. En realidad, el destino de los palestinos se decidió en otra parte, y fueron utilizados como carne de cañón dentro del equilibrio de la Guerra Fría. La realidad y el mito de la «solidaridad internacional». Con el fin del campo socialista, la revolución en Oriente Próximo ha desaparecido de la escena; ya no se trata de hacer una revolución sino, como mucho, de evitar una masacre. Los más extremistas (e insensatos) cifran sus esperanzas en Irán, ese dudoso «baluarte del antiimperialismo» (¡!). Es un poco como «esperar a Baffone». Pero, como sabemos, Baffone murió sin emprender su viaje.

Es difícil imaginar cualquier tipo de «paz» – paz real y duradera – en la Palestina histórica en este momento. Si alguna vez llega a producirse, es aún más difícil imaginar que será en el mundo del capital. Les guste o no a los antisionistas, esta paz no puede venir de ningún frente «antiimperialista» (con el apoyo de Irán), ni de alguna alquimia genial por la que los palestinos, en sus condiciones extremas, puedan sacarse como un conejo de un sombrero; no puede, bajo ninguna circunstancia, lograrse sin la implicación activa en su favor de una parte significativa de la población israelí, y principalmente de su clase obrera. Es fácil decir que esto es como esperar un milagro. Por otra parte -como hemos visto- la historia es larga... y sólo a medio plazo podremos apreciar las consecuencias sociales de la crisis (y su futuro agravamiento) y los efectos que tendrán en la economía israelí. Milagro o no, presentar a «los israelíes» como monstruos, y como responsables todos por igual de lo que ocurre en Gaza y los Territorios -¿desde qué altura de superioridad moral se puede hacer esto? no lo sabemos; quién sabe cómo se comportarían estos leoninos si hubieran nacido en Israel-, francamente, no veo para qué sirve, salvo para exasperar aún más, si cabe, los matices nacionales o étnicos del conflicto. Se ha permitido que florezcan demasiados chanchullos a costa de los pobres palestinos crucificados, aunque sólo sea para vender unos cuantos kefis más. Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Lanzar grandilocuentes llamamientos a la revolución, decir «comunismo o barbarie», o una solución, la revolución? Lo mínimo, ni siquiera me atrevo a decir solidaridad, sino respeto por los proletarios palestinos, los últimos de los últimos, nos exige ante todo ser lúcidos y sin ilusiones sobre la situación actual, no considerarlos como imbéciles que se dejarían embaucar por Hamás o como santos investidos por el Mandato del Cielo Proletario. Tratar -cuando se presente la ocasión, con hechos, palabras y escritos- de hacer estallar el aparato antisionista, del mismo modo que tratamos de hacer estallar el antiglobalismo (defensa del capital nacional frente al capital globalizado, o del capital productivo frente al capital financiero), el pacifismo (plantear la paz capitalista contra la guerra) y todas las propuestas de gestión alternativa del capital, que forman parte del curso ordinario de la lucha de clases y que, al mismo tiempo, no pueden en ningún caso ponerse sin más en el sentido correcto o radicalizarse (se trataría entonces, en el caso que nos ocupa, de un antisionismo «de clase» o «revolucionario», lo que constituye simplemente una contradicción en los términos). Sin por ello sucumbir a la ilusión inmediata de creer que podríamos presentar lo que, en la jerga política, se llama una alternativa creíble. El comunismo no es el resultado de una elección, es un movimiento histórico. Con este planteamiento he querido abordar aquí esta cuestión. El hecho es que a partir de ahora -a fuerza de pensar en términos de categorías burguesas como «derecho», «justicia» y «pueblo»- no sólo es difícil imaginar cualquier solución, sino que se ha vuelto casi imposible decir algo sensato al respecto.

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